Sep 19, 2011

Postales

Era una zona abarrotada de turistas y convertida en el centro absoluto de su reunión en esa pequeña ciudad que es Siem Riep. No había huída, los lugareños que ahora trabajaban allí y que sacaban provecho del boom turístico producido por las runias de la antigua Angkor inundaban las calles ofreciendo los típicos servicios de tuk-tuk, masajes y sitios para comer. Era la primera noche en la ciudad, la excitación se le salía por los poros y con sus ojos bien abiertos caminaba tratando de memorizar los rostros no tan fugaces. Su compañera de viaje, tan o más hambrienta que ella, trataba de escoger un sitio para sentarse a cenar, mientras se impregnaban de esa atmósfera calurosa y amigable. La calle de comida popular, con decenas de pequeños restauranticos bajo techos hechos de gigantezcas bolsas plásticas y con mesas y sillas plásticas, donde te preparan la comida a dos metros de distancia, tras alguna cortina, se asomó en la distancia. Ese era el lugar, evidentemente, donde habrían de probar su primera comida camboyana. Nada como la sazón de la calle. Hacia allá enfilaron sus pasos y apenas pusieron un pie en aquella calle otro par de jóvenes las abordaron para invitarlas a comer en su puesto. Después de examinar unos cuantos metros más adelante regresaron al primer sitio, se sentaron, ordenaron la típica "Khmer Barbecue" y unas cervezas Angkor. Qué calor hacía. Cada vez que el ventiladorcito que correspondía a su mesa volteaba a saludarla era como un saludo misericordioso de los dioses, y para mejorar la situación, llegó la barbacoa. Una bandeja con vegetales, camarones, un huevo, trocitos de carne de res y noodles que se cocinarían allí mismo en la mesa, aderezados con el caldo que se echaba al gusto. Es aquí donde aparece realmente el motivo de este relato y aunque no fue nada fuera de lo común fue algo especial. No piense usted que fue especial en el sentido rosa de la palabra. No.
La venta de postales es un oficio muy popular, sobre todo entre niños. Ya luego, visitando los templos del conplejo arqueológico, conocerían a cantidades y cantidades de aquellos adorables y expertos vendedores. Pero aquella noche era una noche de primeras veces. 
Tony se acercó a la mesa sin ser notado, llevando en sus manos un paquete de postales con fotografías de Angkor Wat, Bayon y otros paisajes del lugar. "Cómprame unas postales. Diez por un dólar" dijo el enano adorable, con una voz que parecía casi un llanto. "Si empiezo ahora, no me voy a detener jamás, voy a terminar adoptando a medio país" pensó ella mientras tragaba lo que estaba masticando y respiró profundo. "No, gracias" le respondió sintiéndose infinitamente culpable. Ya sabía ella que esta situación iba a ser inevitable. Y no es que quisiera alejarse de algo como aquello porque le produjera fastidio o porque no le importase, sino porque es así como se le hacía más patente lo completamente inútil que era con respecto a espinosas realidades  como esa. Pero el chamo no se rindió. No. Aquello era el epítome de la persistencia. Allí se quedó, insistiendo con su lánguida voz, mirándola con sus ojos marrones. Ella empezó a hacerle preguntas y así supo que debía llamarlo Tony, que tenía tres hermanos menores y que sus padres estaban en casa, trabajando, confeccionando pulseras artesanales para vender. Tenía ocho años y sabía hablar un inglés casi perfecto. Decía que necesitaba el dinero para ir a la escuela, pero daba igual si esa era la razón verdadera o no. Él no hacía muchas preguntas, tenía una misión. Así pasó un rato de conversación, en la cual, a cada dos minutos, Tony volvía a hacer el ofrecimiento de las postales: diez por un dólar. Ella bebía algún trago de su cerveza. Qué jodido está el mundo.
Entonces, de alguna parte a ella le salió la frase "Lo siento, pero de verdad no necesito las postales" a lo que él, inmediatamente y sin miramientos, le replicó "¿Lo sientes? ¿Y qué hago yo con eso? ... Tú dices que lo sientes, pero eso a mí no me sirve de nada. Métete tu 'lo siento' en tu bolsillo".

Respiración profunda.

La miseria está en todas partes y no tiene verguenza, no se esconde.
Era cierto que ese dólar era poco para ella y bastante más para él. También es cierto que luego la abordaron decenas de más adorables enanos vendiendo llaveros, colgantes, imanes, pulseras, más postales, agua, abanicos, bufandas. "No puedes ayudar a un país comprando postales" pensaba.
Sin embargo el final de la historia es que Tony logró vender tres postales porque ¿qué diablos iba a hacer ella con diez? y, en el fondo, ella tenía la sensación de que ambos se caían bien.
Un par de noches después, en otro de los restauranticos de la zona, las dos extranjeras cenaban otro plato camboyano. Unas cuantas mesas más allá estaba Tony, vendiendo postales. Cuando ella le vio acercarse le llamó por su nombre e intercambiaron algunas bromas, mientras otros turistas observaban curiosos. Tony reclamaba que no había podido vender más postales porque su juego de diez estaba incompleto, y nadie quería siete postales, sino las diez completas. Ambos  se reían porque sabían que aquel no era el motivo real. Pero lo que sí era cierto es que allí estaban las otras siete postales que todavía nadie había querido comprarle.


Y no piense usted que este es un relato para encontrar algunas lágrimas bobas, ni para inspirar algún sentimiento terrible como la lástima. Es simplemente un bosquejo amateur de un paisaje lejano que enamora, que es tan hermoso como punzante.


1 comment:

  1. Decir que me encantó la manera como describiste todo, sería un poco tonto. me encantó, así, de embobarme, pues. ya me contarás en vivo todas estas "aventuras", por llamar de algún modo esta experiencia maravillosa que has vivido en el verano. Te quiero tanto, tanto.
    Pd. ¿Cómo que qué ibas a hacer con todas esas postales? Traérmelas a mí, que las colecciono... (ceja levantada). Así, habrías ayudado a Tony y me hubieras hecho feliz a mí, jajajaja.
    Abrazo.
    L.

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